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LAS EDADES

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La edad es una cifra, un número, que responde a una suma de tiempo. Y el tiempo, ya se sabe, solo es duración. Por razones tan diversas como personas hay, a cualquier edad nos paramos y miramos hacia atrás y hacia delante. Quiénes fuimos, quiénes seremos, lo cual equivale a decir: duramos. Es cuando tiene todo su sentido la expresión el espesor del tiempo. Cuando la edad de uno se cerca a la madurez, la impresión por lo elevado de la cifra de la edad es más sobresaltante. Has computado varias décadas, te dices, y has llegado hasta este ‘ahora’. Y piensas entonces en analizar lo que estás sintiendo en la plenitud de tu edad. Da igual que seas joven o no, da igual que creas que es mucho o que es poco: es tu edad. Es el conjunto del tiempo que te ha hecho ser lo que eres. Y el tiempo son personas: tú y todos los que han cruzado su vida con la tuya. Cuando pienses en tu edad piensa en esos otros. Es cuando, al ver la larga cadena, afloran los sentimientos, y de estos nacen algunas preguntas.

¿Somos optimistas o pesimistas? Es fundamental saberlo a la hora de valorar la edad. La actitud positiva o negativa ante las cosas es definitiva en el modo de interpretar los hechos: para alguien negativo, el tiempo está marcado por un determinismo y un fatalismo desmotivador, lo que puede hacerle caer en la envidia o en el rencor amargo. Para un optimista, en cambio, el tiempo es dadivoso y pleno.

¿Qué nos enseñan las edades? Obvio es decir que mucho, pero no siempre se valora la naturaleza del tiempo, a saber, que el tiempo es experiencia. Para entenderlo, hay que hacer el esfuerzo de salir de nosotros mismos y mirarnos como somos. Entonces pensamos en cómo fuimos y en quién nos enseñó en cada etapa de nuestra vida, qué aprendimos, cuál fue lo bueno o cuál lo malo. Y por qué fue bueno y por qué fue malo.

Mirar hacia atrás de vez en cuando nos hace recordar que la vida es rectilínea y que nada vuelve. Y está bien que así sea, porque nada debe volver. Un amor, un hijo, una obsesión, un objetivo. Lo que sea, ya evolucionó. Está en tu edad, sí, pero ya no te pertenece. Sucede entonces el dolor. Mala cosa, no te recrees en el dolor: lleva a la autocompasión, que es bastante dañina. Pero, por otro lado, el dolor está en la vida. Es casi uno de los elementos fundacionales de la vida: nacemos con dolor. No hay que temer al dolor, hay que saber medirlo y saber paliarlo, solo eso.

Debemos mirar a las otras generaciones con generosidad, porque si no sale el frustrado que todos llevamos dentro, el que no entiende a los jóvenes ni se pone en su lugar, el que no soporta a los viejos (quizá porque es su siguiente estación). Tal vez esa conexión generosa se produce cuando miramos al otro sin prejuicios, y lo miramos queriendo ver que puede ser alguien que se ría en casa, que tenga amores, que tenga hijos, que llore, que esté tan perdido o tan centrado como tú. Siempre la gente sorprende a la gente, siempre se da ese detalle inesperado.

Dispón sobre la mesa. como si fueran fotos, los cambios que has tenido en tu vida. Haz el esfuerzo de ver cómo eras antes y cómo eres después. Y si fue para mal, desanda el camino y borra ese recuerdo. Sobre esto también hay que ser explorador de uno mismo, realista y benévolo. Mira tu cara. Mírala bien. No hay cara fea. Está fuera de los cánones, claro, pero es que todos estamos fuera de los cánones. Los cánones, el prototipo de belleza, sólo responde a un ideal ficticio. Así que, ¿qué ves cuando te ves? O mejor dicho, ¿a quién ves? Solo a ti. Ese eres tú. Pero si te miras mucho rato –es curioso, está estudiado–, empiezas a desconocerte. Es uno de los principios de los actores: mírate fijamente hasta que llega un momento en que ya no te ves, ves a otro delante de ti, a un desconocido. Muchos místicos utilizan esta técnica de enajenación. Así puedes llegar a tratarte de otro modo, cuando empiezas de verte como otro.

¿Cuál es la sombra que proyecta tu pasado? A este respecto, nunca se recuerdan las cosas como realmente fueron. Será una medida defensiva de nuestra mente. Siempre algo se oscurece, se empequeñece o se magnifica. Por eso, es complicada esta pregunta que siempre nos asalta: ¿qué edad de tu pasado querrías revivir? Ponte en el año o en los años mejores. Revívelos con detalle. Invierte un tiempo en repasar cómo eras, los escenarios, las personas, lo que pensabas, lo que sucedió, cómo reaccionaste, las adversidades. Te verás entonces escribiendo una biografía mental de ti mismo y darás sentido a la edad, porque, como escribió Marco Aurelio en sus Meditaciones: “Nadie deja atrás otra vida que esa que está viviendo y tampoco está viviendo otra que no sea la que deja atrás”

Al mirar atrás echamos de menos algo. Algo que perdimos, como el trineo de Ciudadano Kane, y que, en realidad, es el placer por lo desconocido y lo inesperado. Echamos de menos que la vida nos lleve, que la vida nos diga lo que nunca habíamos oído. Pero, sea como sea, terminas recordando que la vida es rectilínea, y que lo que dejes atrás, aunque quieras tocarlo de nuevo, atrás queda para siempre. Lo dijo Proust en En busca del tiempo perdido: “No podemos cambiar –es decir, volvernos otra persona- y a la vez seguir obedeciendo a los sentimientos de la que hemos dejado de ser”. Aun así, habrá experiencias, hechos, personas, vivencias, momentos irrepetibles. Atesóralos, te dices. Pero que no te paralicen. “En el viaje que hacemos por la vida sólo considera real el país en el que nos encontramos en el presente”. Nuevamente palabra de Proust. Por eso, a partir de cierta edad, recomiendo aplicar la teoría de los tres años: solo existen el año pasado, este y el año que viene. Nada más por detrás y nada más por delante.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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