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LA VELOCIDAD

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Hace muchos años leí en un libro de Iván Illich, no recuerdo exactamente cuál, quizá ‘Némesis médica’, que uno de los mayores cambios de la humanidad era haber superado la velocidad de 20 kilómetro por hora, la natural del caminar. Illich fue un pensador de la anarquía, padre de la interculturalidad, hoy un tanto olvidado, aunque precisamente hoy es cuando su discurso tendría más audiencia. Lo cierto es que la velocidad no ha dejado de crecer, hasta extremos inauditos, en todo orden de cosas.

Por increíble que parezca, hoy es un acto de valentía tener coche y deshacerse de él. Tener cuenta en Twitter y borrarse. No haber estado nunca en Facebook y no exhibirse en Instagram. Nadie tiene el arrojo de decir que sin nada de eso se alcanzan aceptables cotas de libertad y de intimidad. En las conexiones y redes sociales, la velocidad permite la inmediatez. Las comunicaciones y las relaciones no tienen descansos, tiempos vacíos. La velocidad es la que lo enmascara todo de una permanente e innecesaria sucesión.
Una pregunta totalmente metafísica que me asalta a diario es qué son, qué representan y de qué son culpables los coches. Y la única respuesta honesta que me doy es que simbolizan algo caduco, dañino y excesivamente veloz. Porque la velocidad está en el rango de lo culpable. De muertes, para empezar. De endeudamiento. De contaminación. De disminución de la duración. De acortamiento del tiempo. Paradójicamente, ahora que, en los países hiperdesarrollados por el consumo, la edad de vida y su calidad han aumentado, la velocidad exigida para todo lo que nos rodea acorta la posibilidad de disfrute, vaciando de contenido la vida. Vivimos y viviremos más, pero en un tiempo vertiginoso y etéreo.

Como en el hermoso cuento de Eloy Tizón titulado “Velocidad de los jardines”, que es una metáfora del paso febril de la infancia, en las etapas de la vida la velocidad ha llegado a un punto de embotellamiento. Se simultanean generaciones activas; cumplen con su natural papel de nexo entre el pasado y el futuro, pero lo cumplen demasiado pronto. Quizá porque el presente se ha perdido y nadie sabe dónde está. Las generaciones se acortan, las expectativas de progreso, éxito y felicidad desaparecen de inmediato, no en la lógica de su edad, sino mucho antes, provocando una larga y enorme bolsa de personas maduras de verdad, ociosas y arrumbadas del presente devorador. Se dice que a los cuarenta años ya es difícil encontrar trabajo, que a los cincuenta es imposible y que a partir de los sesenta ya estás fuera del mercado, enfrentando una vida de gran experiencia y ningún objetivo. La velocidad de las etapas temporales hace que el tiempo de la vejez llegue antes y se prolongue más, en medio de una especie de tedio. Desde luego, esto va a cambiar, dado que el envejecimiento de la población -y de las cosas- es un hecho constatado y, no tardando, esto generará un conflicto gigantesco.
Un móvil del año pasado ya es viejo. Y si no, la propia marca se encarga de que lo sea: la obsolescencia cada vez en más rápida. La comida rápida -que es también comida breve y escasa-, satura y hace cuerpos obesos que serán explotados y engañados por las grandes empresas de la diosa Farmacéutica y del dios Deporte. El deporte, vinculado a la salud y el bienestar corporal, es una actividad necesaria pero tramposa: llevado al extremo competitivo, se torna una lucha contra el tiempo, un espacio simbólico de la velocidad.
La prisa es mala para todo, decía mi madre. Bien, parémonos un momento. Si lo que viene es una extensa población envejecida en edad, pero no en su mente ni en su cuerpo, eso significa que lo que viene con ese envejecimiento desestresado es el paladeo de la lentitud. Pero no entendida esta como paralización, ralentización o anquilosamiento, sino como voluntad de vivir, de vivir más, mejor y sabiamente. La vida es solo una y no tiene sentido desperdiciarla en sucedáneos de vida. La vida hay que vivirla como se degusta lo sabroso, se escucha la buena música, se lee la buena literatura, se bebe un buen whisky o se da un hermoso paseo por la naturaleza: con tiempo dilatado. Así pues, contra la velocidad, lentitud.

La lentitud ha dejado de tener un sesgo negativo; y si aún lo tiene, dada la velocidad que nos rodea, ya se perciben claros indicios de cambio al respecto. La lentitud es la conquista de quien dice: ¡Alto! Me apeo, me bajo, lo dejo, salgo, no voy a seguir corriendo como en una carrera que da vueltas y más vueltas en torno a la nada para alcanzar la nada. La lentitud es una opción. Puede que haga menos ricas a las ya riquísimas empresas, pero la vida no puede ser solo una explotación con forma de cohete a las estrellas. Claro que antes de llegar a esto, ustedes dirán: “No todo el mundo puede optar por la lentitud, primero hace falta justicia social”. Es cierto, pero además de luchar por la equidad y la igualdad, también se puede luchar por las ventajas de la lentitud.

‘Elogio de la lentitud’ fue un best-seller de Carl Honoré en la década pasada. Sus ideas, muy parecidas a las aquí expuestas, siguen estando vigentes. Hay que hacer que las cosas, los tiempos, los hechos, las relaciones duren. La duración da la experiencia. Sin experiencia no hay conocimiento, no hay sabiduría. La estupidez social en que vivimos tiene parte de su causa en la velocidad. Nada se reposa, todo se disipa y desvanece. Hace unos años se creó el ‘slowday’: El Día Mundial de la Lentitud. Es el 19 de febrero. Un día para pensar en la desaceleración del mundo y empezar a practicarla. Incluso la autodestrucción del mundo que estamos llevando a cabo podría pararse si viviéramos más lentos. Ya lo dice el refrán italiano: ‘Chi va piano, va lontano; chi va forte, va a la morte’.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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