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LA TORTURA

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A raíz del sórdido caso de la tortura y descuartizamiento del periodista saudí Jamal Khashoggi, se ha oído y leído mucho sobre el descontrol mundial en materia de interrogatorios y torturas. Lo asombroso es que parece que hubiéramos asumido la certeza de que su práctica está normalizada en todo el mundo. Sin embargo, pensar que en Europa no es así es pecar de ingenuo. Como de ingenuos sería confiar en que la tortura desaparezca de los usos y abusos de las naciones. Muy al contrario, todos los indicios de futuro confirman que la tortura es un hecho próspero y asimilado.

Veamos los lindes. En la Convención de 1984 contra la tortura, se estableció que “en ningún caso podrán aducirse circunstancias de excepcionalidad -estado de guerra, inestabilidad política, emergencia nacional- para justificar la tortura”. No obstante, en sociedades tan formalistas como las actuales, la tortura se viste de eufemismos como seguridad, información, garantía o inevitabilidad. Y eso que la definición, adoptada internacionalmente, es inequívoca: tortura es la ejecución de cualquier acto que cause un dolor o un sufrimiento, tanto físico como mental, de manera elevada e intensa, para provocar en una persona -u otra influida por ella- una confesión, una revelación o una información. Y se explicita el hecho de que, cualquiera que sea el método aplicado, el dolor intenso causado responde a una intención y a un conocimiento de ese dolor por parte del torturador.

La tortura, por tanto, en general nos repugna, pero preferimos dejarla fuera de nuestras vidas y no pensar en ella. Se opta por la saludable anestesia moral mediante una justificación defensiva: torturamos a los malos para que no causen un mal mayor, ergo torturamos, mal que nos pese, bien. Nos tragamos lo abominable que es la tortura, a pesar de que nos sigue estremeciendo cuando la vemos reproducida en el cine. Recuerdo el impacto que me causó, de adolescente, ver la escena de la tortura por la Gestapo en Roma, ciudad abierta, de Rossellini. Recuerdo la tortura en Missing, de Costa-Gavras. Aunque la primera vez que los españoles vimos en detalle una escena terrible de tortura fue en El crimen de Cuenca (1979), de Pilar Miró, una película que fue un shock para un país que había padecido la tortura del franquismo.

También, más recientemente, recuerdo las escenas iniciales de La noche más oscura (2012), de Kathryn Bigelow, donde se tortura para averiguar el escondite de Bin Laden. Ahí ya no es la Guardia Civil ni es la Gestapo ni es el ejército chileno quien tortura, sino la CIA y por una buena causa. Asumimos, entonces, que los malos y los buenos usan/usamos la tortura por igual, en algún grado. Sin embargo, la hipocresía social impide aceptarlo; es obvio que miramos para otro lado, y que siempre nos convencemos de que ese otro lado al que miramos es el lado bueno. La sociedad de hoy ha llegado a entender, desde una moralidad convencional, que la tortura es, según el famoso eufemismo de George W. Bush, “un medio inevitable para salvar vidas”.

Vieja como el mundo, la tortura nos dice quiénes somos y cómo somos, es decir, seres crueles y cruentos. En los estados democráticos, la mano izquierda no sabe nunca lo que hace la mano derecha, por el bien general, siempre y cuando nada salpique en la superficie de nuestro bienestar. Por muy cruda y reprobable que esta verdad sea, lamentablemente es una verdad necesaria para una parte de la población. No menos verdad es que a otra parte de la población que presupongo mayoritaria la tortura nos repugna por ventajista, por inmoral y por innoble. Pero no son tiempos en que la sociedad quiera avanzar hacia mayores cotas de libertad, sino hacia mayores cerrojos de seguridad. El miedo vuelve a inspirarlo todo.
Es lo que propugnan los intolerantes de nuevo cuño retrógrado. Uno de ellos podría muy bien ser el británico John Gray, profesor en la Escuela de Ciencias Económicas de Londres y tenido, ay, por uno de los pensadores europeos más relevantes. De ideas como las suyas han surgido muchos de los actuales dirigentes, los cuales responden a muchos de los actuales ciudadanos, que son los que votan. Tiempos, pues, de un neofascismo democrático que es toda una evolución y no una involución. Su caso es indignante. John Gray, en un texto de 2003, habló ya de la tortura como absolutamente necesaria, y como un salto cualitativo en los derechos humanos, al ser, en realidad, un “derecho pleno para el torturado”.

Si no fuera porque el artículo va en serio –está recogido en su libro de ensayos políticos Contra el progreso y otras ilusiones–, cualquiera diría que está parodiando a un fanático legislador estalinista, como los denunciados por Orwell o Solzhenitsyn. Pero no, Gray habla en serio cuando dice cosas como estas: “Hay que dejar de practicar torturas fuera de la ley: estas han de pasar a ser parte del procedimiento judicial normal”. O: “Necesitamos considerar la reintroducción de la tortura judicial como el próximo paso en el progreso humano”. O: “Necesitamos liberarnos de la creencia que dictamina que cuando se tortura a un terrorista se violan derechos humanos”. Y añade (¡en el colmo del cinismo!): “De hecho, en una sociedad realmente liberal, los terroristas gozan del derecho inalienable a ser torturados. Esto es, precisamente, lo que demuestra la superioridad moral de las sociedades liberales sobre las demás, pasadas o presentes”. Y con respecto a los torturadores, dice que hay que dignificar su trabajo porque son “trabajadores dedicados a la causa del progreso”. Y añade: “Los interrogadores que apliquen sus habilidades técnicas con los terroristas de hoy se hallan a la vanguardia del progreso humano”. Después de releer esto, uno se queda sin aliento. Y casi sin esperanza.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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