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LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

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El Consejo de Europa definió el discurso de odio como “toda forma de expresión que difunda, incite, promueva o justifique el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia”. Esto, pese a ser lógico desde el sentido común, es extremadamente ambiguo e interpretativo, y, en cierto sentido, también peligroso, en tanto que abre la puerta a un margen represivo difícilmente regulable.

Aunque hay quien lo discute -y de hecho forma parte de un debate jurídica y éticamente abierto-, la libertad de expresión ha de proporcionar un marco de protección inequívoco y ha de amparar cualquier idea expresada de forma verbal o artística, por muy rechazable que sea, por muy repugnante y por muy contraria al honor, la dignidad, las creencias o la sensibilidad de las personas que sea. El odio no es la ofensa, ni el odio es el insulto. La ofensa, el insulto y la agresividad verbal no pueden reprimirse ni perseguirse legalmente en las sociedades libres. Y si las Constituciones han de garantizar, y garantizan, la dignidad de las personas, lo deben hacer cuando esta se vea maltratada de hecho y por el abuso de un ejercicio de poder, tanto privado como público, pero no por la mera expresión, por dolorosa o repugnante que esta pueda parecer. La mera expresión es, en cierto modo, política, y la expresión política, aun radical y contraria hasta la ofensa, nunca debe ser perseguida como delito. Esa es la verdadera democracia: la libertad de palabra.

La cuestión es si, al manifestar una expresión ofensiva, de manera verbal o artística -por tanto, subjetiva-, se entra o no en el ámbito delictivo. Una expresión ofensiva debería ser rebatible por otra expresión, si no del mismo orden repugnante, al menos de un orden argumentativo o moral superior (o, en su defecto, distinto). Un ciudadano o una ciudadana podrá pensar que tal o cual cantante es un cretino por decir en sus letras que vuelva el GRAPO y se mate a policías, pero decirlo no debería ser un delito. Y menos aún entrar a valorar el grado de odio que haya en esa expresión. El odio es un sentimiento que ha de educarse con un sentimiento opuesto. En cambio, incitar a la rebelión y a la violencia desde posiciones políticas de ventaja, institucionales o representativas, no entra dentro del ámbito de la libertad de expresión. Si esas mismas frases incitadoras se dicen dentro de un marco de violencia inminente, forman parte del delito de violencia mismo y no de una expresión subjetiva, reprobable o no.

En EE. UU., desde la Primera Enmienda de su Constitución, que data de 1787, ha habido en su historia una consideración absolutamente abierta de la libertad de expresión. No hay límite a la libertad de palabra. Tan solo si la palabra conduce al delito de manera probada y directamente vinculada al mismo se puede limitar u omitir esa libertad. En Europa, en cambio, amparándose en un etéreo y tradicional sentido de la dignidad y del honor, se han creado muchas acotaciones y limitaciones a la libertad de expresión, lo cual supone un campo abonado a la represión, a la censura y a su fatídica consecuencia, la autocensura.

Esto se manifiesta sobre todo en el ámbito religioso, donde la frontera entre la ofensa y la sensibilidad personal es maliciosamente vulnerable. Han de convivir el respeto a las creencias con el derecho a ofenderlas o, sencillamente, a contrariar -ir en contra- el discurso de las religiones. Pura esencia a lo “Charlie Hebdo”, cuya identidad todos asumimos hace unos años sin saber que, con ello, estábamos afirmando la libertad absoluta de expresión por antonomasia: la burla, la ironía, la chanza.

Solo con una libertad absoluta de expresión se puede garantizar la libertad de todos. La sensibilidad del ofendido en sus creencias no puede forzar que la mera expresión de palabra sea considerada delito de odio. Únicamente si existe un nexo fehaciente entre unos hechos alterados y la incitación a alterarlos se podría considerar delito. Un “me-cago-en-Dios” (que es una especie de expresión similar a la famosa portada de Charlie Hebdo, muy popular, por cierto) nunca puede ser llevado a los tribunales. Tampoco la burla de una limpieza nasal con la bandera, por mucho que esta simbolice y por mucho que ofenda su mal uso. En ninguno de ambos casos se ha producido una alteración de la realidad.

Considerar que la libertad de expresión no es un derecho ilimitado da coartada política a los Estados para legislar abusivamente. Este el mayor riesgo de no asumir la libertad de expresión como absoluta. Si es un derecho fundamental, no puede ser recortado de ninguna manera, salvo que pase a ser otra cosa, es decir, un acto, un hecho con consecuencias o un ejercicio de poder institucional abusivo que conduzca a efectos contra la libertad constitucional, democrática y jurídica de un país. No es lo mismo que el ciudadano Torra diga lo que piensa de los españoles que lo diga el Torra President de la Generalitat. El primero puede ser tomado por idiota, el segundo, por delincuente.

No ha de perderse de vista que la libertad de expresión es el principio que garantiza a una sociedad libre su derecho a debatir opiniones, confrontarlas, cambiarlas o defenderlas. Incluyendo los insultos, las ofensas o las incitaciones, entendidas estas como expresiones de deseos, no como inicio de actos, violentos o no, pero ilegales. Por muy desagradable que sea la expresión ajena, ha de respetarse absolutamente porque así se respeta absolutamente a las minorías, principio fundamental de toda democracia. No habría libertad de expresión si esta no garantizara la voz de la discrepancia, de la disensión o sencillamente de la pluralidad. En una verdadera democracia, todo, absolutamente todo, ha de poder ser dicho.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados