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LA CIUDAD

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La ciudad ha sido y seguirá siendo el territorio de la libertad. Incluso en tiempos y países en los que esta no existe. Las ciudades también son y han sido campos de batallas, escenario de las revueltas de los oprimidos, aunque esto de manera discontinua, como vio Walter Benjamin. Sin embargo, cada vez más la ciudad es el destino de lo anónimo y lo invisible, de lo individual y lo desinhibido. Y eso que la ciudad es, por antonomasia, el universo común, el espacio colectivo y socialmente reglado. Tal dialéctica puede llevar a la ciudad a ser definida como de idiosincrasia conflictiva. Y ello porque todas las ciudades, las grandes y las pequeñas, reflejan las tensiones sociales de su momento, de ahí que estén en permanente evolución. “Somos hijos de la época, la época es política”, escribe en uno de sus poemas Wislawa Szymborska. Y sigue el poema: “Todos tus, nuestros, vuestros asuntos diarios, asuntos nocturnos, son asuntos políticos”. La ciudad es el infinito catálogo de los ‘asuntos’, diarios o nocturnos, de sus pobladores.
Lo que caracteriza a la ciudad de hoy es su complejidad absoluta. La ciudad actual está sometida a las tensiones de una época en transformación y renovación, abocada a un entramado de respuestas tan complementarias como contradictorias. Los cambios urbanos tienen que ver con la relación, en apariencia antagónica, entre centro y periferia. Debido a factores como la especulación, la gentrificación de barrios enteros, la irrupción distorsionadora del turismo de masas, el deterioro de la calidad de vida, la contaminación o el recambio generacional, el centro ha dejado de ser un lugar convergente para ser un parque temático cultural, financiero y administrativo. La vida colectiva, familiar, ‘constructiva’ como mejora social, se desparrama por la periferia. El centro se deja para la multitud y las diversas culturas que esa multitud plural comporta. El centro se llena de pasado, real o paródico, y de suciedad. La periferia tiende a la prosperidad burguesa, al conglomerado comercial gigantesco, al aislamiento de clase próspera. El centro es un lugar de deterioro, de emigración, de vejez. Los diseños del futuro de las ciudades han de equilibrar esta tendencia.
Tokio, por ejemplo, megalópolis cuya área de Gran Tokio comprende unos treinta millones de habitantes, es ejemplar en muchas cosas aplicables al futuro. Para empezar, su centro no existe, o sí existe: es el enorme parque del palacio del emperador, un jardín vacío. El centro es el vacío. A su alrededor se han ido formando enormes barrios, todos con su característica propia, todos poblados, pero no masificados hasta el extremo de la inhabitabilidad, todos con sus largas galerías cubiertas, a modo de pasajes, en los que proliferan las tiendas, los restaurantes, los pequeños y los grandes comercios, lo gigantesco y lo minúsculo, lo sutil y lo exagerado. Y posee una arquitectura innovadora, osada, deslumbrante, que acoge y no rechaza. Tokio, además, gracias a su red de transporte público, puntual, limpio, milimétrico y abundante, es una ciudad con un índice de contaminación bajísimo. Tokio ha resuelto el problema centro-periferia equilibrando todas las periferias con cualidad de centro, distribuyendo las mismas ofertas y oportunidades en todas esas periferias-centro, y ha logrado generar un concepto de ciudad-estado en el que la lógica de la planificación se anticipa a los problemas.
El mayor y más traumático desafío de las ciudades de hoy es la masificación de habitantes y de coches. Si Tokio ha conseguido eliminar la presencia agobiante y dañina del coche es porque ha comprendido que, en las ciudades, son un cáncer terrible. Sacar el coche de las ciudades, darle otra función diferente de la actual, es fundamental. De hecho, todos los rediseños de trazados urbanísticos ya no cuentan con el coche, lo reducen, lo acosan y lo expulsan. Quitar el coche de las ciudades hace que las masas de población que hay en las calles respiren, y no solo un aire más puro, sino un espacio más amplio, de manera que la hiperpoblación se regula y destensa y fluye el comercio.
Por otro lado, la acumulación de población genera choque, fricción. Desde sus orígenes, ciudad es sinónimo de supervivencia. La seguridad, la búsqueda y hallazgo del lugar habitable, la resistencia hasta lograr esa habitabilidad propia, son características naturales de la ciudad. En ella se avanza, se evoluciona. Pero ¿de quién es la ciudad? ¿Cómo sentirla propia y cómo sentirnos parte de ella? Y, sobre todo, cómo seguir haciendo de ella un lugar de acogida del extranjero. El extranjero renueva y amplia las ciudades, las ciudades crecen porque la hacen suya los extraños, hasta llegar a ser ellos, con el tiempo, sus habitantes nativos. Es ley de vida.
Malo será que la ciudad de acogida empiece a llenarse de turbios micro modelos de xenofobia y supremacismo, un nuevo amurallamiento. Para romper esta tendencia hay que asumir que el ‘otro’, ahora, es ‘vecino’. El futuro de la ciudad pasa, sin duda y sobre todo, por esta idea de vecindad abierta. Hay por eso una dimensión ética de la ciudad que interpela y ante la que ha de tenerse una respuesta, traducida en un comportamiento de tolerancia sin perder el criterio de urbanidad y exigencia. “La ciudad soy yo”, debería decir cada ciudadano, y, como en el poema de Szymborska, ese yo pasa a ser nosotros. La ciudad proyecta ese yo hacia un nosotros tan diverso que ni siquiera ha de exigir ni suponer identificación común. Será un nosotros divergente, plural y heteróclito. Ya lo es. Y eso requerirá de una ética ciudadana básica, convenida, muy superior a la mera política ejecutiva de los ayuntamientos, para llegar a ser una comunidad que reúna y recoja sin que unifique ni expulse. Un tipo de ciudad que termine asumiendo un papel al que hasta ahora ha sido históricamente refractaria, la equidad.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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