Mural La mujer de Sorrento

La mujer de Sorrento

En un laberinto de calles, W acaba dando con un letrero que pone “Libros Usados”. Más adelante, siguiendo la flecha, ve otro letrero que pone “Libros en Buen Estado”, y más aún otro con una flecha señalando la palabra “Libros”. Es un piso bajo, al fondo de un patio de luces interior. Entra y hay una mujer de unos cuarenta años con un liviano vestido con tirantes que enseguida le resulta a W muy atractiva. En cierto modo es un rostro que siempre le ha excitado. El rostro suele ser el motor de su deseo, más que otras partes del cuerpo de las mujeres, cuando las conoce. El de esta mujer es un rostro familiarmente cercano al de otras mujeres que W ha conocido y ha amado. No puede sustraerse al modo cómo ella lo mira; interpreta en ella también una mirada de deseo, quizá más clara aún que la suya.
Le vino a la memoria la música de Pink Floyd y recordó otras calles en otra ciudad. Recordó vertiginosamente ciudades en las que había estado y amores que había tenido en ellas. Como aquella chica de Roma, Eugene, de quien nunca más supo, que le hizo escuchar a Pink Floyd en su casa, desnudos los dos sobre su cama. Le emocionaba su generosidad, durante aquellos pocos días que estuvieron juntos, por enseñarle sus cosas personales, sus objetos con historia privada, su cuerpo como una bendición libre y pletórica. Era la amiga de un amigo, a quien W también ha dejado atrás, como a Eugene, en el pasado. En aquella época todos eran muy jóvenes, tenían veinte años y todo estaba por comenzar.
Una tarde habían hecho el amor y ella lo llevó a ver un edificio en ruinas, en el Trastévere, que había pertenecido a la empresa de su padre. Quiso mostrarle el escenario sentimental de su infancia, quiso hacerle ese regalo. En ese momento no era más que un edificio abandonado, cegadas sus ventanas por ladrillos, con lagartos por las grietas y ratas en los sótanos, pero para Eugene ese era el lugar de sus recuerdos de infancia, cuando con diez años iba a buscar a su padre a la salida del trabajo. Le emocionaba a W recordar la ternura con que le enseñó, cogidos de la mano, aquellas estancias vacías y desconchadas, la magnificencia con que le hacía entrega de parte de su vida, sabiendo ya, probablemente, que nunca más se volverían a ver. ¿Qué habrá sido de ella? Esta pregunta se clava en W como un punzón. Le gustaría volver a verla sólo para decirle: “Gracias, Eugene, gracias de verdad por haberme abierto tu alma aquel día, por enseñarme aquellas ruinas ante las que seguro que estuve frívolo e indiferente, y gracias por tu cuerpo y por estar conmigo y abrirme tu intimidad, y tu ropa interior, y las fotos clavadas en la pared de tu dormitorio y ponerme tu música preferida, y por haberme querido esos días”.
Ahora, al recordarla y al interrogarse por ella, W reconoce que aquella experiencia tan breve y sencilla, tan común y simple, pero también tan particular y real, ha sido una de las más extraordinarias aventuras que ha tenido en su vida.
Sabe que su cabeza ha logrado inventar un mecanismo para fabricar recuerdos, para revivirlos o para borrarlos. Pero enseguida asume que en realidad se trata de un sistema para fabricar ilusiones, porque lo que W busca, en el fondo, es dar con algo que nunca encontrará en el pasado porque jamás ha debido de existir como lo recuerda. Pero a veces sí ha existido, de verdad que a veces sí ha sido como lo recuerda.
¿Viene por los libros?, pregunta la mujer atractiva.
Piensa W, como si estuviera muy seguro de ello, que a qué otra cosa podría ir allí, a un lugar donde venden libros usados. Pero enseguida comprende que también la mujer puede ser una prostituta. O no. O sencillamente quiere saber más de su deseo y de su presencia en ese lugar. Curiosidad inocente.
Le muestra a W los libros. Son pocos y bastante viejos. No tienen ningún interés para él.
La mujer se acerca más. Al estar tan cerca, W advierte de nuevo que le gusta sobremanera. La mujer rodea con su brazo la cintura de W. Lo besa. Pasan juntos la noche haciendo el amor varias veces, duermen de agotamiento. Al amanecer ella le dice que es de Sorrento, en el Golfo de Nápoles. Es tarde y lo deja ir. Pero en esa noche que han pasado juntos todo había sucedido poco a poco, porque al principio ella no quería encender la luz; se había desvestido en las tinieblas de la habitación, a las que los ojos de W se fueron acostumbrando paulatinamente; había permanecido sentado sobre los talones encima de la cama mientras ella también se quitaba la ropa. Luego se echó a su lado y alzó los brazos hacia atrás, hacia la almohada. Sus pechos eran poderosamente bellos, su piel indescriptible, su cuerpo ancho y angulado; pasar la mano por su vientre lo había situado en el generoso privilegio de ser el primer hombre que descubría otro planeta, otra naturaleza. Para W la mujer de Sorrento había sido algo similar a conocer por primera vez en la vida un cuerpo humano diferente, una raza nueva.
Ella lo acompaña hasta la calle por el patio interior azulado debido a la luz del alba que está rompiendo. Todo es azul en ese momento. Los objetos, y la piel de W y la piel de ella. Un azul que le recuerda al del aeropuerto de Moscú, Sheremetievo, cuando en cierta ocasión (¿real, ficticia?) esperaba para embarcar hacia Leningrado, o hacia la ciudad que entonces se llamaba Leningrado. Sorrento es un nombre que a W le es hermoso. Se lo dice a ella.
Tan hermoso como tú, añade.
La mujer se queda parada, sonriendo, mientras W sigue caminando unos pasos.
¿Volverás otra vez?
No lo sé, es posible que sí.
Me gustaría tanto que volvieras…
W es plenamente consciente del momento: se trata de un instante muy breve, una pequeña fisura que se abre en el túnel de la propia vida y se vuelve a cerrar enseguida, como un tejido que se cura y deja una pequeña cicatriz a lo sumo; a cerrar para siempre. Y muy rápido.

 


 

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