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Sorpresas de la intemperie

 

 

 

 

 

 

 

 

20 de enero
         Sorpresa. En ‘Amor’, la última película de Michael Haneke (extraordinaria y emocionante, sin un gramo de sensiblería y ninguna complacencia) tiene un breve papel William Shimell. Como en realidad se prodiga muy poco, ya que esta es su segunda película después de ‘Copia certificada’, de Kiarostami, se tarda un rato en identificarlo. Shimell hace el papel del yerno, el marido de Isabelle Huppert, la hija de los dos ancianos protagonistas. Es un papel cercano al cameo, pero su presencia, entre perpleja y desubicada, quizá porque es inglés en un ambiente archifrancés, supone una interrogación, una mirada externa al conjunto que, sin piedad, ha diseñado Haneke para hablar del amor final, del amor cuando ya solo queda la puerta de salida de este mundo.

Shimell, más que actor –aunque en ‘Copia certificada’ se revela como excelente réplica de Juliette Binoche y un actor muy sutil-, es un reputado y vigoroso barítono que ha hecho toda su carrera en la ópera y ha demostrado una versatilidad asombrosa en obras de Mozart, cantatas de Bach o el ‘Hercules’ de Haendel, donde alcanzó cierta fama. Todo lo que he visto y oído de él siempre me ha parecido imponente, distinto.

Pues bien. Una vez más he de decir que el destino y el azar, su sombra, merodean por mi vida. Sucedió que pocos días después de ver ‘Amor’, Hélène Girard me invitó a acompañarla al Teatro Real. Ese día era el ensayo general de la ópera de Philip Glass ‘The Perfect American’ (gran música, sorprendente montaje, ridículo libreto). ¿Y a quién me encuentro? ¡A William Shimell! Pero lo que me llamó la atención fue la absoluta discreción de su presencia, ignorada, deduzco, por la mayoría, si no por todos. Estaba sentado en la fila posterior a la nuestra. Hélène no lo conocía. Nadie parecía conocerlo. En el intermedio, salimos a beber algo. Allí estaba él también, dando una vuelta anónima entre el público. De regreso a la butaca, lo seguí y, animado por Hélène, lo abordé. Se alegró de que lo reconociese, pero me limité a expresarle mi admiración por su trabajo. Incluso estuve a punto de decir “mi aprecio por sus películas”, pero en realidad no hay tales, solo una en la que realmente puede lucirse, así que dije “su buena película”. Estuvo breve y cordial, se interesó por mi trabajo, y al acabar la ópera, ya saliendo, me buscó con la mirada y alzó la barbilla con un saludo cómplice y un sonriente “Bye”. ¿Fui el único que sabía quién era? Suena a absurdo lo que voy a decir, y más decirlo ahora, pero juro que cuando vi ‘Copia certificada’ intuí que acabaría conociendo a ese actor, a ese Shimell ignoto entonces para mí. Cuando menos es curioso, ¿no?

21 de enero
            Ahora viene una sorpresa diferente. Porque lo primero que puedo expresar es la palabra ‘sorpresa’, incluso ‘enorme sorpresa’, pues eso es exactamente lo que me ha producido ‘Intemperie’ (Seix Barral), la asombrosa novela de Jesús Carrasco. La sorpresa proviene de que no se parece a ninguna otra novela que yo haya leído, y he leído muchas, ya lo creo.

Hay algo de honestidad radical en ‘Intemperie’. No hay trampas ni imposturas. Ganan la sutileza y la pulcritud. Y hay también bondad. No una bondad  ingenua, de neófito, sino una bondad inocente y manchada por la dureza de la vida en sí. Novela, en fin, severa y hermosa, elegante.

Cuando iba por la mitad de su lectura pensé en ‘El Principito’. Estaba ante un principito oscuro, dado la vuelta como un guante, un principito en un contexto sin fantasía, seco, naturalista. Un anti-principito, por así decir. Cuando la acabé, pensé que había asistido a un trance extraordinario: el don de leer un libro concentrado, bello, enorme y perfecto. Porque no es extenso, pero es enorme.
El argumento se cuenta en pocas líneas. Un niño pequeño, de unos ocho o diez años, huye de su casa. Se esconde en un paraje desolador. Hay una terrible sequía. Huye de un mal no nombrado y teme la muerte. Se encuentra a un pastor viejo y pobre con el que comparte un viaje. Huye de una autoridad malévola: el alguacil. Encuentra a un posadero tullido que lo traiciona. Se entabla una lucha del bien contra el mal. Eso es todo.

Al acabar, me di cuenta de la magnitud de la novela. Vi la enormidad de lo pequeño y lo mínimo. Vi una novela rural en esencia que de pronto se convierte en universal. Vi la naturaleza en toda su fuerza, a un nivel igualitario con el hombre, donde la tierra, los animales y los seres humanos comparten la misma fragilidad, la misma resistencia y la misma suerte. Vi una atemporalidad abrumadora: la historia podría suceder ahora o podría haber sucedido hace cien años, porque lo más moderno que aparece es una moto y no se describe demasiado. El tiempo se dilata años o siglos aquí. Y vi el lenguaje, las palabras precisas, las justas y no otras. La descripción como necesidad, la exactitud del nombrar como clave de la literatura.

Jesús Carrasco no se parece a nadie. Recuerda, algo, a cierto Delibes. Algo a Pierre Michon. Y algo al portugués Miguel Torga. Pero Carrasco ha nacido grande con esta novela, ha logrado un espacio propio, lo más difícil que se puede conseguir en literatura: ser él mismo.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados