Otra Galaxia › Listado de columnasRostros extraños, himnos futuros

Rostros extraños, himnos futuros

 

 

 

 

 

 

 

 

23 de febrero
         Sudor. Todos los días practico modestamente algo de ciclismo, unos veinte kilómetros. Aparte de ser un ejercicio saludable, tiene para mí un efecto adictivo: una pedalada más hasta aplacar el dolor. El cuerpo adopta una forma aerodinámica en la que los movimientos están acompasados a un modo de pensar la acción, la progresión, el ritmo pautado. Algo así es escribir. Toda la vida me ha atraído la musicalidad interna del ciclismo, semejante a un baile o a una canción. Es la alegría del esfuerzo que supone el cuerpo tensionado, como en el sexo; el cuerpo que se agota y recomienza. Por eso me irrita todo lo que leo últimamente acerca del dopaje en el ciclismo, ese delictivo asunto de Armstrong, Eufemiano Fuentes, Manolo Sainz y compañía. Imitan a una banda cómica, ridícula, si no fueran tan dañinos. No iría con ellos ni a la esquina, la verdad. Me asquean, pero también me recuerdan lo absolutamente humano que es el ciclismo, reflejo de toda la grandeza y también de toda la miseria.

Tal vez sea esta la razón por la que siempre he creído que el ciclismo es el deporte que más enseña de la vida, que más copia de ella y más la imita. Mi gusto por el ciclismo siempre ha sido una perfecta mezcla de fisicidad e intelecto, como un “compendio de la aventura humana” (así definió Roland Barthes el Tour). Hay algo cíclico y temporal en el pedaleo cambiante, en el esfuerzo modulado de ese pedaleo; algo sacrificial y a la vez conquistador, gloria y abismo a la vez (personificado en el gran Pantani, triunfador y suicida). Algo viejo, muy viejo, y perdido en la historia de los mitos, algo primigenio que llega a Sófocles, a Homero, a Herótodo, se esconde en el ciclismo. Por eso, cuando se lee la mejor novela que recuerdo sobre el tema, titulada ‘El ciclista’, del holandés Tim Krabbe (Los Libros del Lince), en la que se narra una carrera por dentro, se tiene la sensación de estar viajando por el filo del tiempo, como en la ‘Odisea’. La mente resiste, el cuerpo empieza de nuevo una y otra vez y entre los dos pactan una danza interminable, por etapas.

28 de febrero
Retratos. Hojeo un cuaderno de mi hija Elisa que ha titulado ‘Cuaderno de fotos de extraños’. Es un mundo. En sus páginas ha pegado fotos que ha encontrado en la calle a lo largo del tiempo, a veces partidas en pedazos, o bien olvidadas en la bandejita de salida de un fotomatón. Tiene muchas fotos, decenas, todas halladas por casualidad. Al hojear el cuaderno de Elisa con las fotos pegadas, esos rostros extraños de personas extrañas producen una inquietante sensación de familiaridad, de especie y destino común. Son eternos. “Ese cuaderno es un nuevo El Fayum”, me digo.

El Fayum es el lugar de Egipto cerca de El Cairo, entre el Nilo y el lago Moeris, donde, a fines del siglo XIX, se encontraron los primeros retratos de la Historia considerados como tales, pintados en madera en torno al siglo I por pintores egipcios de origen griego. Son retratos que podrían ser de hoy mismo. Esos rostros son muchos y muy diversos, llevan el nombre de una persona concreta y se caracterizan por tener los ojos abiertos y la mirada fija. Rostros que se hacen inolvidables, de un vivísimo parecido casi realista. En todos los retratos de El Fayum pervive una voluntad por mantener viva la mirada del rostro originario, tomada del natural. Sus miradas permanecen directas, interpelativas. El pintor atrapó el rostro y lo dotó de una enorme frescura para que acompañase luego al cadáver momificado. Porque aquellos retratos eran retratos mortuorios, hechos y concebidos para la posteridad, sin duda alguna. Para ser mirados al cabo de los años reconociendo en ellos a alguien, qué más da hoy a quién. Como ante la cámara de un fotomatón; son fotos-carné de hace dos mil años, identitarios.

3 de marzo
Otros rostros. El escritor Almeida Faria me manda un link en You-Tube con el 15-M de hace un año, en Madrid; se ve a gente en la Puerta del Sol que toca y canta ‘Grândola, Vila Morena’, de Zeca Afonso, la canción que fue símbolo de la Revolución de los Claveles y que ha vuelto a sonar en Portugal con toda su fuerza y su vigencia. Es una canción emocionante, solidaria y colectiva, y más aún si es la voz de muchos la que la canta. Recuerdo (¿recordáis, amigos, aquel año feliz e indocumentado?) una casa en Coímbra, la casa donde Zeca Afonso vivió no sé cuándo, delante de la que estuvimos homenajeándolo. ¿Lo recordáis? Supongo que ahora discreparía de muchas cosas con él, y con Otelo Saraiva de Carvalho, a quien apoyó, pero no discreparé nunca de esa canción.

La Historia también ama esa canción, porque se la ha apropiado y la aventa hacia el futuro. Y me pregunto: ¿por qué no hacer de ella un himno para Europa, para la ‘otra’ Europa, esa Europa que volverá a surgir de las ruinas del bienestar? Añadamos esa canción al himno actual de Beethoven. Incomparables, obviamente. Pero no en lo emocional. Y un himno, de valer para algo, vale para sustentar una emoción. Beethoven y Zeca Afonso representan una Europa necesaria que volverá a existir. Como algún día habrá una canción de Om Kalsoun que valga como himno para cierta Europa. Lograrlo nos haría grandes.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados