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Mi vida con poetas

 

 

 

 

 

 

 

 

18 de abril
Baudelaire es una cadena de recuerdos. Tengo uno de 1978 en el que leo a Baudelaire al fondo de un autocar nocturno, el más barato que cubre la ruta París-San Sebastián, mientras mi amigo Mauro duerme a mi lado. Todo está a oscuras y solo hay un haz de luz que cae del techo. Recuerdo que teníamos a nuestra disposición los seis asientos de la parte trasera y que ocupábamos tres cada uno para viajar echados. En aquella época se podía fumar en los autocares. Esa noche fumé el cigarrillo que más placer me ha dado en toda mi vida de fumador, que fue larga: un Camel. ¿Se puede querer a un cigarrillo que se consume en unos minutos? Ya sé que es estúpido, pero yo recuerdo ese Camel con cariño. Tengo asociado aquel viaje a la felicidad: los veinte años, el París cortazariano, los amores furtivos, el tabaco, la eternidad de una carretera que cruza Francia, el gozo del presente y, presidiéndolo todo, el mito de Baudelaire.

Esta imagen me ha venido gracias a la enorme edición (en todos los sentidos) que la editorial Abada ha hecho de ‘Las flores del mal’, quizá la más completa y novedosa que se pueda encontrar hoy en día en español. A la afortunada idea de reunir los textos alusivos a Baudelaire que escribieron Gide, Gautier y Benjamin, hay que añadir la excelente y nueva traducción de Enrique López Castellón y las ilustraciones de Eduardo Arroyo. El conjunto es una pieza definitiva y sensorial del libro que funda la poesía moderna.

En el libro, busco un poema titulado ‘El heautontimorumenos’, término que en griego significa ‘el castigador de sí mismo’. Para mí es un título inolvidable, no solo por su difícil pronunciación, sino porque una noche Jaime Gil de Biedma me hizo reparar en él, recitándome de memoria en francés una estrofa cuya traducción es esta: “Yo soy la herida y el cuchillo, / la bofetada y la mejilla, / yo soy los miembros y la rueda, / verdugo y víctima a la vez”. Jaime, entre whiskys, me confesó que se identificaba plenamente con ese poema, con su espíritu y con su letra. Desde esta perspectiva, se entienden un poco más su vida y su poesía.

Y puesto a rememorar a poetas, recuerdo también un viaje a Almagro, muy de mañana, con Claudio Rodríguez, de los más singulares y luminosos poetas que ha habido. Íbamos en mi coche y paramos en todos los moteles, gasolineras con bar, puticlubs y locales abiertos que encontramos. Claudio, locuaz y elegante, hablaba y recitaba con su inimitable voz metálica, de sílabas largas alternadas con suspensiones de la voz, como si buscara siempre una salida para sus frases, a la vez que pedía en cada parada “una cazalla mañanera, por favor”, como él decía. Claudio, a su modo, era de la estirpe de Dylan Thomas, que se lo bebió todo.

Y recuerdo un encuentro con Carlos Barral en Tárrega, después de un largo viaje, en el que, al término de una comida, le pidió al camarero un vaso de anís hasta el borde mientras me explicaba con detalle que tenía un parche anti-alcohólico en el hombro y que le causaba no sé qué efectos incómodos.

Y otro viaje más, con Carlos Sahagún, en 1984, por las abruptas carreteras de Corfú. Conducía yo un coche alquilado, uno japonés pequeño y poco estable, que derrapaba en las curvas. Carlos Sahagún, un extraordinario poeta que huyó de la poesía (sobre todo de la suya), iba aterrado, sujeto al salpicadero y murmurando que nos la íbamos a pegar. Para relajarse, Carlos, tendente a ser agorero, hablaba de lo mal que iba todo en el mundo y siempre acababa diciendo: “En cambio, me han dicho que en Albania…”, y ponía a ese país, que nunca había visitado, como ejemplo de bondades. También recuerdo que, en aquel viaje por la sinuosa Corfú, Sahagún me contaba anécdotas de Aleixandre y de Dámaso Alonso. Me hizo gracia una de este último, quien al parecer, hacia el final de su vida, tenía graves problemas de memoria. En cierta ocasión, con motivo de la presentación de un acto público, Dámaso olvidó de pronto la palabra más común para referirse al Ser Supremo, y tras mucho tartamudear y quedarse en blanco, exclamó: “Y arriba está este…, arriba está este…, ¿cómo se llama el que manda?”, queriendo referirse a Dios. Sahagún lo contaba con hilarante maldad.

25 de abril
Paso un par de días en un hotel de Ferrol, pensando historias. He venido hasta aquí invitado por el poeta Juan Carlos Valle, a quien el siglo conoce como Carloti. Carloti es amigo desde hace más de treinta años, pero en realidad es Verlaine, o se le parece. Su poesía y su discurso, inconfundibles y confundibles, son siempre contra los imbéciles y a favor de una idea hermosa y libertaria de la vida. Poesía salvaje, natural. Y así es como se llaman en gallego, Poesía Salvaxe, unos encuentros que lleva seis años montando en Ferrol junto con el escritor Guillermo Fernández, en los que la poesía ocupa espacios públicos, mercados, bares, plazas, encrucijadas, lugares en donde la palabra lo llena todo a golpe de altavoz y revienta de ideología y belleza lo establecido. Carloti es un poeta contra el poder, exista o no exista ya ese poder. Un poeta que ama abril porque abril suena a Eliot, a Portugal, a revolución, a República y a lluvia de primavera. Pero yo, en el hotel El Suizo de Ferrol, pienso historias y descubro que la poesía es fugaz y esquiva. Algunos poetas, a la larga, la abandonan. Otros, como Carloti, no.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados