Otra Galaxia › Listado de columnasSalman, el grande

Salman, el grande

 

 

 

 

 

 

 

 

17 de octubre
Sigo leyendo estos días las minuciosas memorias de Salman Rushdie. El primer pensamiento que se me ocurre es ‘esfuerzo’. El esfuerzo de volver al pasado doloroso, el esfuerzo de encontrar las palabras para explicarlo.

¿Cómo contar lo que nos ha pasado personalmente? ¿Cómo contar nuestra propia historia, sin hacer de ella una novela? O mejor aún: ¿cómo contar lo que nos ha pasado de verdad, haciendo que parezca una novela? Los libros de memorias, obviamente, cumplen con ese papel, incluso diría que con esa responsabilidad. Pero afrontar unas memorias equivale a reconstruir todo un mundo que ya no existe, un tiempo que desapareció. La vuelta atrás tiene un no sé qué de tiempo perdido (de detención de la vida, en realidad). Y la vida no está para perder el tiempo. Para mí, la simple idea de unas memorias supone abordar un trabajo ímprobo y tedioso, egocéntrico. Porque escribirlas es repetir lo que viviste para que su verosimilitud llegue al lector y este aprecie el ritmo cuantioso de una vida memorable, nunca mejor dicho. Siempre y cuando sea realmente memorable esa vida, lo que nunca está garantizado. Sin embargo, puede ser memorable si es un texto verdadero fronterizo con la ficción. Al fin y al cabo, todo lo que se nos cuenta, sea verdad o mentira, como sucede con los telediarios, acabamos por percibirlo como relato. Y un relato termina por ser un mito. Y un mito termina, a su vez, por desvincularse de la verdad, ya que no la necesita para existir, solo necesita ser contado. Por todo esto, admiro aún más a Salman Rushdie.

Lo admiro porque ya es un mito anticipatorio de resistencia, de injusticia, de intolerancia y de víctima de un terrorismo estúpido, el islámico, que empezó entonces a quitar el sueño a Occidente hasta la exasperación.

Sus memorias (‘Joseph Anton’) me absorben. Creo que he llegado a comprender qué podía pasar por su cabeza durante los años en que el mundo entero (islámico o no) lo tuvo como demonio presuntuoso o como engorro político, en todo caso como alguien cuyas decisiones habían sido lamentables. Y pienso que menos mal que hubo un Rushdie, con toda su dimensión mediática, porque las decisiones de los escritores de verdad, materializadas en sus libros, tienen que ser lamentables para los intolerantes o los intolerantes acabarán por amaestrarlos. No sé si fue eso lo que motivó la decisión de Rushdie al escribir ‘Los versos satánicos’, pero esa novela, como otras suyas anteriores, puso el dedo en una llaga que nadie quería ni ver ni curar.
El hecho de revivirlo todo otra vez es ya un ejercicio admirable. Yo no lo haría ni loco, pero él ha encontrado un camino: ser otro, ser realmente ese Joseph Anton, nombre ficticio bajo el que tuvo que camuflarse durante la fetua contra él, y escribir de sí mismo como de un personaje, en tercera persona. Eso, sin faltar ni un ápice a la verdad. Porque de la verdad es de lo que tratan sus memorias, de ‘la verdad por fin’, la que solo él podía transmitir. A eso se refiere cuando escribe: “La única razón por la que la historia podía ser interesante era que había ocurrido de verdad. Si no fuera cierta, no interesaría”. La fuerza de la verdad está en los pormenores, en la narración escrupulosa que no deja ni un cabo suelto. Tantos pormenores solo pueden salir de los cuadernos. Imagino cuadernos y cuadernos escritos al filo de los días, contra la rabia, el miedo y la impotencia, cuando no la depresión y el desprecio, buscando apuntar cada detalle de una vida marcada universalmente. Solo pensarlo es para echarse a temblar. Quizá a su pesar, Rushdie es grande, como escritor y como símbolo.

22 de octubre
Pensar en memorias y en verdades me ha llevado a recordar la lectura que hice en los ochenta de un libro delicioso (esa es la palabra exacta) de Carlos Pujol: ‘Leer a Saint-Simon’. Un libro reeditado en Backlist, Planeta, que no me canso de recomendar. Es una guía por las deslumbrantes ‘Memorias’ del Duque de Saint-Simon, portentoso miniaturista de su tiempo, en la época de Luis XIV, que registraba todo lo que veía y oía en cientos de cuadernos. El mérito de Carlos Pujol, gran escritor, traductor, editor y erudito fallecido repentinamente hace un año, ay, es doble: por un lado, escribió una crónica que resume las decenas de volúmenes de esas memorias intrincadas, y por otro nos regaló un relato tan apasionante como una novela de intriga.  

23 de octubre
Cuadernos. Tengo muchos. Grandes y pequeños, de tapa dura o blanda, de esos que llaman carnets, tal vez como los de Saint-Simon o Rushdie. Todos seductores, atractivos. Pero me producen ansiedad: hay que llenarlos. Un carnet me lleva un año y medio; un cuaderno grande, tres. Otros esperan su momento, si llega. A veces los regalo y me libera hacerlo. Es como darle salida a algo que estaba condenado a una espera incierta. Es como ofrecerles un empleo. ¿Qué escribir en ellos? Ni idea. De todo. A veces, parte de la vida. Pero eso me da una enorme pereza y no lo hago. Que lo hagan los demás.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados