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Ateo en Jerusalén

 

 

 

 

 

 

 

 

 

8 de junio

Hago un corto viaje a Jerusalén. En 1850, Gustave Flaubert hizo por estas tierras otro mucho más largo con su amigo Maxime Du Camp. Plasmó sus impresiones en un diario de apuntes y notas completamente libre titulado ‘Viaje a Oriente’. Leerlo en el avión ha sido como viajar a su lado.

Siempre vuelvo a Jerusalén. Amos Oz la llama ‘ciudad abstracta’. El Lugar por excelencia, el ‘ha-Makom’, nombre que tuvo desde la noche de los tiempos la montaña sagrada sobre la que se asienta Jerusalén. Es la ciudad del sacrificio de Abraham. Denominada en árabe Al-Quds al-Sharif, la Santa y Noble, desde la que Mahoma ascendió a los cielos a lomos del caballo fantástico ‘Buraq’. La ciudad megacristiana, más cristiana que Roma, el Cielo en la Tierra, la ciudad de las Cruzadas, la ciudad del Sepulcro, la ciudad del Juicio Final, la ciudad de la Resurrección. Solo aquí se entiende ese concepto. Jerusalén, la Siempre Resucitada. No es absurda aquí la posibilidad de revivir en otra vida. Todos, a su manera, lo hacen.

En 1860, diez años después del paso de Flaubert por aquí, se creó Mishkenot Sha’ananim, donde estaré hospedado estos días. Desde 1973 es una residencia para escritores y artistas, pero sigue siendo un lugar mítico de la ciudad extramuros. En recepción me aseguran que Saul Bellow estuvo en la misma habitación que yo, pero en 1975, mientras escribía su maravilloso libro ‘Jerusalén, ida y vuelta’.

Salgo a buscar un fantasma por la ciudad. Jerusalén es una ciudad de fantasmas y yo siempre he creído en los fantasmas. Yo no sería yo si no me propusiera buscar el hotel Palmira, donde se hospedó Flaubert. Sé que ya es imposible que exista, pero supongo que se hallaba dentro de las murallas, por el barrio cristiano. Buscaré entonces su rastro fantasmal, porque creo en la huella que deja lo que existió en otra época. Creo en los huecos del tiempo.

Camino por King David hacia la calle Mamilla, que desemboca en la Puerta de Jaffa. Hay mucha gente, pero aun así puedo caminar con ligereza. La Puerta de Jaffa fue el lugar por el que entró Flaubert en Jerusalén el jueves 8 de agosto de 1850. Luego, tal vez en el hotel Palmira, escribió: “Entramos por la Puerta de Jaffa y me tiro un pedo al traspasar el umbral, muy involuntariamente; hasta a mí me ha molestado ese volterianismo de mi ano.” Al igual que Flaubert, yo entro en la Ciudad Vieja por la gran puerta, pero controlo mi esfínter.
Me meto hacia la izquierda por la calleja de San Demetrio, vagabundeo por la calle Apóstoles. Casi nadie por allí. ¿Son estas las “callecitas en pendiente” a las que se refería Flaubert? Presiento que por estas oscuras calles del barrio cristiano, ahora desiertas, estuvo ese extinto hotel Palmira; Flaubert habla de “los muros de un convento griego” que había cerca. Me adentro por la calle Iglesias hasta dar con la de Beit Habad, el límite del barrio musulmán, y con la Puerta de Damasco. Hay por aquí más vida, más gente. Vuelvo sobre mis pasos por el mismo dédalo de calles, pero dejando a un lado el Santo Sepulcro (ennegrecido y tétrico).

Jerusalén me parece pequeña e infinita a la vez, en contradicción permanente. Me viene a la nariz un olor a marihuana. Oigo lloriqueos. Huele de pronto a incienso. Callejones sin un sonido frente a callejuelas atestadas. Paso por delante de una ‘yeshivá’, donde estudian la Torá. Todo es un ruido caótico de alumnos leyéndose a la vez, por parejas, uno a otro. Ninguno se oye ni entiende al otro, pero es todo un mismo estudio o rezo, un mismo discurso. Para mí, ruido. Después de pasar un control, me acerco hasta el ‘Hakótel Hama'araví’, el Muro de las Lamentaciones. En él los piadosos introducen mensajes petitorios por las rendijas hipersaturadas de las piedras de una supuesta pared del Templo de Salomón. Más ruido.

Sin embargo, reconozco que hay una extraña mística flotando por las calles, el eco de la invasión de una dispersa legión de ritos. A Jerusalén la han llamado ‘parque temático’, ‘mosaico religioso’, ‘constelación de devociones’. Es eso y mucho más. Pero sobre todo es un gran negocio, creo yo. El mercado de la fe siempre cotiza alto. Me cruzo con monjas ortodoxas; con judíos hassidim o haredim con sombreros negros altos y relucientes; con imanes siniestros, con curas coptos inescrutables, con padres-blancos enajenados; veo barro salpicado en hábitos, tocas, sotanas, trajes, caftanes, túnicas, hiyabs, burkas… Hay religiosos de toda procedencia, fanáticos, ortodoxos, musulmanes, sefardíes, asquenazíes, armenios, católicos, protestantes, serbios, drusos. Y aparte y junto a ellos, los laicos, los ateos… Los ateos en Jerusalén somos una rareza. Como una corbata puesta a un mono.

He aquí, me digo, el verdadero síndrome de Jerusalén, y no el de la santidad, como dicen otros. El verdadero síndrome es la interpelación que la ciudad produce de inmediato en cualquiera que se detiene ante ella y la mira. A mí me habita por completo, me sé bajo su influencia, me siento poseído por ese síndrome. Es llegar a Jerusalén y Jerusalén se dirige a mí, me habla, me desconcierta, me embauca. Y sin embargo, aunque siempre vuelvo, no dejo de preguntarme, como Bruce Chatwin: ¿qué hago yo aquí?

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados