Otra Galaxia › Listado de columnas Historias australianas

Historias australianas

Australia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4 de septiembre
         La delicia de los viajes, a la que nunca me resisto. Hace un par de meses estuve unas semanas en Sídney, Nueva Gales del Sur, donde disfruté de la hospitalidad de unos amigos queridos, Álvaro Iranzo y Jéssica Massanet. En seguida me enamoré de la ciudad. Primero, porque está muy, muy lejos, y lo que está lejos siempre es diferente a lo cercano. Luego, sobre todo, me enamoré de Sídney porque vive volcada a su bahía, soleada y promisoria; me enamoré de su Circular Quay, la cala portuaria donde se fundó con presidiarios la Australia moderna en 1788; me enamoré de su idea de ciudad extensa, directa, física y acuática; me enamoré de la Ópera que diseño Jørn Utzon, el edificio sensual y atemporal más seductor del planeta; me enamoré de los libros de Peter Carey, cuyo ‘Oscar y Lucinda’ nunca deja de asombrarme; me enamoré más todavía de Baudelaire, porque recordé allí su texto ‘Any where out of the world / N’importe oú hors du monde’ donde dice esa frase tan viajera –extraña en un hombre que odiaba y temía el viaje– de “creo que siempre añoro estar allí donde no estoy”; y recordé otra, no menos famosa, de Kipling, acerca de que los hombres se dividen en dos clases, los que se quedan en casa y los que no (es mi caso). Y acerca de los viajes, también pensé en la idea del poeta japonés Bashō cuando expresa lo que es la esencia misma del hecho de viajar, el relato posterior: “Siempre que tenía la suerte de tropezarme con alguien especial tomaba nota para poder hablar de él a mis amigos cuando regresara a casa”. ¡Regresar a casa y contar, he aquí el sentido del viaje! Desde Homero, el viaje existe a posteriori, el viaje se vive y se narra, pero es la narración la que da sentido a la vivencia. La vivencia del viaje es algo privado, intransferible; el relato del viaje es colectivo y memorable, es el mito.

Cerca de Sídney, me enamoré de las Blue Mountains, azules montañas boscosas; de la línea de ferrocarril así llamada, que es como todas las líneas de ferrocarril, ciertamente, solo que esta está en realidad ‘out of the world’, y cada vez me gustan más las cosas y lugares que están fuera del mundo; me enamoré de las cascadas de Wentworth Falls, sobre todo de una pequeña librería-café que hay allí, donde por arte de magia encontré un libro de Carey que buscaba hacía mucho tiempo. Por esos parajes naturales se ven, si se tiene suerte, los somnolientos koalas, los saltarines wallabys, los feísimos posums, y la kookaburra, el animal nacional junto con el martín-pescador (el kingfish).

Por otra parte, Australia es un mundo (o lo era) de ‘cocodrilos-dundee’, por así decir, de colegas, de tíos, de machos ostentosos, de alegre muchachada. La denominación ‘mate’ aglutina toda esa sospechosa virilidad tabernaria. Es fácil oír en los ‘bistros’ (pubs) “Hi, mate, g’day!”. Manu Leguineche, que escribió un libro magnífico sobre su viaje por Australia (‘La tierra de Oz’), habla con frecuencia de los ‘mate’ –él mismo sería uno de ellos, de haber nacido en Sídney– y cuenta que una de las bromas típicas de ‘mates’ es la frase que dicen en las tabernas cuando van al lavabo: “Voy a estrechar la mano del mejor amigo de tu mujer”. En fin, cosas de ‘aussies’, como se les llama a los australianos. Para abundar en esta idea tan definitoria del ‘mate’, nada mejor que lo que relata Bruce Chatwin en su libro sobre los aborígenes ‘Los trazos de la canción’. Dice Chatwin que en un ejemplar del ‘Tristram Shandy’ que compró en una librería de viejo de Alice Springs halló lo siguiente, escrito a mano en una de las guardas: “Uno de los pocos momentos de felicidad que un hombre conoce en Australia es aquel en que cruza la mirada con otro hombre sobre los copetes de espuma de dos jarras de cerveza”. Coopers, obviamente.

5 de septiembre

En mi estancia en Sídney tuve la oportunidad de dar una conferencia en el Instituto Cervantes, invitado por su director, Víctor Ugarte. Al acabar, se me acercó un hombre ya mayor que me dijo su nombre, pero no lo retuve. Estuvimos charlando de varios asuntos y al final me contó una anécdota, o quizá un chiste, sobre Hitler que le había transmitido su abuelo, judío alemán emigrado, por fortuna, a Australia al principio de los años cuarenta. Al parecer, en 1939 Hitler ordenó que le llevaran a la Cancillería al gran rabino de Berlín. Cuando llegó, Hitler le preguntó: “¿Le sorprende que le haya llamado?”. “No mucho, la verdad”, dijo el rabino, impaciente más que asustado. Hitler prosiguió: “Estoy convencido de que usted tiene que saber algo que me quita el sueño: ¿cómo pudieron cruzar el Mar Rojo los judíos?”. El rabino, sin inmutarse porque era un tema que dominaba, respondió: “Mein Führer, está muy claro en la Escrituras… Moisés se acercó a la orilla, tocó el mar con su bastón, el fondo terroso del mar subió hasta arriba y mi pueblo cruzó sobre las aguas sin mojarse. Cuando llegó al otro lado, Moisés volvió a tocar el agua con su bastón y la tierra del fondo del mar regresó a su sitio”. “Ya, ya”, dijo Hitler, “el caso es que como sé que los judíos aman la tradición, estoy seguro de que han escondido ese bastón en algún sitio. Usted, gran rabino, tiene que saber dónde está”. El rabino, sin dudarlo, respondió: “Por supuesto…”. Hitler, exasperado de pronto, gritó: “¡Lo necesito! ¡Entréguemelo de inmediato, se lo exijo!”. El gran rabino, desolado, dijo: “Ay, me temo, Mein Führer, que no podré ir a buscarlo, está en una vitrina del British Museum”. La historia es verosímil, y de ser cierta, sería una de las pocas humoradas contra Hitler a favor de los judíos. El hombre que me la contó me juró que era una historia real.

 

 

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados