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Wallant, White, Wittgenstein

 

 

 

 

 

 

 

 

W.- El título completo de esta novela modélica de Georges Perec es W o el recuerdo de la infancia y es un juego de piezas que tienen que encontrar su modo de encajar. Bueno, esta es la característica de todos los libros de Perec. En W… crea un puzle más elaborado. Lo que se baraja es el laberíntico papel de la memoria personal para construir una infancia borrada (la del niño Georges que pierde a sus padres en la guerra), alternado con una visión fantástica de un futuro distópico y alegórico: la sociedad perfecta W, un mundo de atletas totalitarios.

Wakefield.- Este cuento de Nathaniel Hawthorne es atroz: un hombre, Wakefield, se ausenta del lado de su esposa durante muchos años. No es que se vaya lejos por algún motivo viajero o impuesto por las circunstancias. Nada de eso. Sencillamente salió de su casa y alquiló un piso cercano en el que se quedó veinte años observando minuciosamente la vida de su mujer. Transcurridos esos veinte años, apareció de nuevo como si tal cosa, sin dar explicaciones, y prosiguió su vida con su mujer con normalidad. Lo asombroso y moderno de este relato es que Hawthorne nos hace vivir en pocas páginas quién fue, qué hizo y qué experimentó Wakefield durante esos veinte años. Es uno de los cuentos más asombrosos que he leído, podría ser incluso el guion de una gigantesca novela. Nos hace acompañar a Wakefield hasta que regresa a su casa, pero no nos deja entrar, y por tanto no sabremos nunca la perspectiva de la otra parte: la de la mujer de Wakefield. Esa es la auténtica novela que yo querría leer y que Hawthorne no fue capaz de imaginar. Esa es la novela interesante por escribir.

Wallant (Edward Lewis).- La lectura de El prestamista, de Wallant (1926-1962), pone los pelos de punta por el descenso a los infiernos que supone. Es una novela orgánica, por así decir. El protagonista, el hosco Sol Nazerman, tiene una casa de empeños y vive atormentado por su paso por un campo de concentración nazi y por su desubicación en la vida posterior a ese trauma. Cuida de la familia de su hermana y tiene un empleado puertorriqueño que le insufla un poco de la vitalidad a la que Sol parece haber renunciado, acosado por sus fantasmas. Conoce a una mujer y todo puede cambiar, pero el alma de Sol sobrevive detrás de unas rejas protectoras tan opresoras como las que tiene en su negocio de prestamista en Harlem. Necesita salir de su tormento para volver a vivir. Es, sin duda, una de las mayores y más emocionantes novelas americanas de la segunda mitad del siglo XX, junto con La decisión de Sophie, de William Styron, por poner un caso cercano. Ambas sacuden al lector de arriba abajo. Wallant murió prematuramente. Pero Sol Nazerman es ya un personaje inmortal.

Walser (Robert).- Autor de Los hermanos Tanner, Escrito a lápiz o Jakob von Gunten, entre otros libros de extraño hechizo y nula peripecia, Robert Walser (1878-1956) se ingresó personalmente en un hospital psiquiátrico en 1913 y allí estuvo hasta su muerte. Siempre ha sido una rareza absoluta, casi una leyenda, que interesó a Kafka y a Musil en su día y hoy es una pieza clave de la literatura europea. El alemán W. G. Sebald destaca que Walser nunca poseyó absolutamente nada, ni casa, ni muebles, ni ropa, ni libros –ni los suyos propios–, ni papel para escribir –escribía en papel usado–, y añade que “casi siempre escribió lo mismo y nunca se repitió”. ¿De qué tratan sus historias? De su propia caverna, como los de Holderlin. Era “un vidente de lo pequeño”, pues aquello de lo que escribe es minúsculo, imperceptible, ubicado en un repliegue de los hechos y de la mente, innecesario incluso. Walter Benjamin dijo de él que “cada frase de Walser tiene por objeto hacer olvidar la anterior”, lo que le convierte en un escritor que no avanza, atascado en una misma historia, una misma novela, una misma frase, una misma palabra olvidado que habita en su mente, una mente adiestrada, además, para el olvido. A veces pienso que Walser, en realidad, nunca existió, y si lo hizo, aunque sus libros atestigüen lo contrario, nunca importó demasiado. Pero eso era lo que él buscaba.

White (Patrick).- Recuerdo haber leído en mi adolescencia un libro de este escritor australiano, premio Nobel en 1973, titulado Las esferas del mandala, y recuerdo que me impactó el sobrio distanciamiento de su modo de narrar, incluso siempre he tenido presente su prosa compleja a la hora de abordar la mía. Coetzee, otro premio Nobel, escribe de él que era un autor casi misterioso y lo achaca a su intimidad homosexual (era amigo de Francis Bacon). También dice que era de ese tipo de escritores que se dejan la piel buscando la transcendencia y la verdad. Lo que evitaba era que descubrieran la suya. Por eso White no dejaba rastro de sus obras: quemaba o destruía sus borradores y sus notas, una vez publicado el libro. Años después, sucumbí a su epopeya Tierra ignota, sobre el viaje a la conquista del interior de Australia en la que todos los personajes mueren y su historia se transmite por una extraña telepatía espiritual, que se alterna con un relato aventurero magistral.

Wittgenstein (Ludwig).- Hay algo esencial en este filósofo vienés (1889-1951) que lo convierte en el revelador extraordinario de la lucidez en el pensamiento. Su  Tractatus Logico-Philosophicus, es, al igual que la Ética de Spinoza, un sutil compendio que lo contiene todo para explicar el mundo. Como el de Spinoza, crea una armazón para entender la realidad y el modo de pensar sobre ella. Es una obra difícil, cierto que sí, pero en sus palabras está todo, absolutamente todo lo que se necesita para comprender. Y leerla es un viaje alucinante que termina en su ya famosa (y tranquilizadora) frase: “De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse”.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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