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Camarada.- La palabra suena bien –idealmente–, pero termina, por lo general, en una condena, una ejecución o un fusilamiento. Remite a escritores que, desde el dolor y la privación de libertad, han dado luz al mundo para que quien quiera pueda ver y reconocer la verdad. Los hay que prefieren la ceguera y siguen llamando “camarada” al que luego le cerrará el paso, le pondrá una mordaza o le torturará hasta la muerte. Pienso en esos escritores-héroes, como Danilo Kiš, Arthur Koestler y George Orwell. Pienso en Vassili Grossman, en Varlam Shalámov, en Alexandr Solzhenitsyn. O en Ribakov. Nadie ha escrito sobre el “camarada Stalin” tan afiladamente como Anatoli Ribakov, en su novela ‘Los hijos del Arbat’, allá por los años ochenta, una novela sobre la verdad. Sin embargo, ya se sabe que la Historia de la humanidad es la historia de la ceguera, no de la lucidez.

Cartuja.- Para el buen lector, solo hay una, la de Parma, que sale al final de la trepidante novela de Stendhal sin que se sepa por qué.

Ceguera.- Ver ‘Camarada’.

Cervantes.- Entre otros muchos motivos, la grandeza de Cervantes se percibe también en la variedad de su obra. Salvo ‘La Galatea’, su primera novela pastoril, que lo ancla en su tiempo renacentista, el resto de sus novelas tiene una proyección innovadora que llega hasta nuestros días. Todas son extremadamente modernas: las ‘Novelas ejemplares’, a cada cual más distinta y sorprendente, el ‘Quijote’, cuyas dos partes son dos obras en sí, disparatada la primera, fascinante la segunda, o el ‘Persiles’, novela oscurecida por el éxito de las anteriores, pero considerada por su autor como la cumbre de su obra, y no es de extrañar, porque es de una construcción, osadía y libertad inauditas. Hay tantos Cervantes diferentes como diferentes son sus novelas.

Cielo.- Un escritor que lleva literalmente al cielo es Antoine de Saint-Exupéry. En sus novelas y relatos autobiográficos, todos sobre pilotos y aviones en situaciones dramáticas, cuenta sus propias experiencias y las de sus compañeros desde que entró en 1926 en las compañías Latécoère y, luego, Aéropostale. Despliega la mística del vuelo solitario y el hechizo del cielo abierto y envolvente, surcando los cielos en una avioneta endeble llevando el correo por líneas aéreas improvisadas que llegaban al África negra o hasta Punta Arenas, en Chile. Un cielo que se apodera de sus narraciones, las cuales, salvo ‘El principito’, giran en torno a los aviones, los vuelos y el pilotaje. La más intensa de todas es ‘Vuelo nocturno’. La más aventurera es ‘Tierra de hombres’. La más épica, ‘Correo del sur’. Saint-Exupéry vivió en un avión, vivió en los cielos, y murió en un avión. O más hermoso aún: desaparecieron juntos, piloto y avión, en una muerte común. Se cree que fue derribado, pero no está claro este hecho. No se sabe dónde. No se sabe cómo. Depresivo y alcohólico como era, cuestionado malévolamente por de De Gaulle y en el contexto final de la guerra, es plausible que él y su Lightning P-38 decidieran juntos lanzarse sobre las aguas del Mediterráneo la mañana de un soleado día de julio de 1944.

Club.- Hay dos clubes en la literatura que rivalizan en notoriedad: uno es el Reform Club, ubicado en el Pall Mall de Londres, del que es miembro Phileas Fogg, el protagonista de ‘La vuelta al mundo en 80 días’, de Jules Verne. Lo más probable es que este club no haya existido nunca y que Verne jamás haya llegado a pisar ni siquiera uno de verdad. El otro club notorio es el que Charles Dickens situó ambiguamente en una taberna de Golden Cross cuando escribió una de las novelas más asombrosas del siglo XIX, plagada de todo tipo de aventuras que llevan al lector a instalarse en una inolvidable sonrisa de felicidad: ‘Los papeles póstumos del Club Pickwick’.

Cogito.- Dos escritores tan diferentes, y tan extraordinarios, como el poeta polaco Zbigniew Herbert y el novelista japonés Kenzaburo Oé, coinciden en poner el mismo nombre al personaje tras el cual han decidido esconder en sus obras sus verdaderas identidades: Cogito o Kogito (con ‘k’ en el caso de Oé) ¿Hay alguna relación? No a priori, ni tampoco ninguna conexión mutua, salvo que los dos son escritores que piensan. La literatura tiene extrañas casualidades intencionadas.

Cólera.- Aquiles, protagonista de la ‘Ilíada’ de Homero, tiene dos caminos: uno es quedarse en su patria, entre las mujeres, y vivir muchos años, hasta la senectud, en una tibia bonanza; el otro es partir a la guerra de Troya, donde sabe por el oráculo que morirá joven y su destino será trágico. En el primer caso, no tendrá gloria, pero tendrá una larga vida. En el segundo, su vida será muy corta, pero alcanzará la gloria eterna. Solo su cólera furiosa decidirá por él: le perderá el carácter, será imprudente, combatirá con furia y morirá por la flecha clavada en la única parte de su cuerpo que era vulnerable, el talón, al no haberlo sumergido de niño en el río Éstige; eso sí, habrá alcanzado la gloria de la victoria sobre Héctor y los troyanos. Será historia. Pero hay otra óptica: la de no ser historia, no ir a la guerra, vivir en paz, vivir muchos años y administrar la cólera con astucia. Una gloria anónima, prosaica y feliz es siempre más inteligente. Aquiles, joven e inexperto, no lo era. La disyuntiva de Aquiles, entonces, era, por así decir: burguesía o revolución. La burguesía mueve el mundo; al revolución lo altera. La revolución es joven. La burguesía es revolución más tiempo.

Crisis.- Cuando llega la época de la crisis creativa, uno tiene la impresión de que ya lo ha escrito todo, de que ahora solo puede repetirse. Ante la crisis, Imre Kertész dice que “no hay ni qué escribir ni por qué escribirlo”. Es como si el escritor estuviera planteándose preguntas que ya ha respondido en otros libros. La única salida es hacer otras preguntas diferentes, dar un golpe de mano narrativo en la propia obra, para variar el rumbo o mover el tablero. Pero ese requiere dos resortes que el escritor ya no tiene, en ese momento: energía y fe. Lo llaman crisis creativa, sequedad literaria. Cuando sucede, el escritor representa ante sí un simulacro de escritor distinto. Como si se pusiera un disfraz y fingiera ser un escritor que no es él. Empieza a imaginar novelas, historias novelescas, que se quedan en nada, insuficientes, imposibles, que no se sostienen. Se sabe perdido, le posee el horror vacui ante el hecho de no tener en el horizonte de su vida un texto que escribir. Kertész describe magníficamente –y patéticamente también–, cómo, a sus setenta y pico años, le sobrevino esa crisis de intolerancia a la literatura. Además, coincidió con el premio Nobel, en 2002. A lo largo de sus anotaciones minuciosas de la trivialidad diaria va revelando la coincidencia de la vida y de la literatura, inevitablemente, en un mismo momento de parálisis. Anhela escribir una novela convincente, pertinente y grandiosa, anhela ser Tolstoi o Kafka, pero comprende que es él mismo y solo él, un campo minado de limitaciones y de imposturas que hasta ahora le han ido bien, pero que en adelante, sin novela que lo ampare, delatarán ante los demás la siempre temida inanidad que lo define.

Cuidado.- En la tumba de Baruch Spinoza está grabada esta palabra: ‘Cuidado’. La lápida se alza discretamente en el patio trasero de la Nieuwe Kerk (la Iglesia Nueva), en La Haya. La tumba del pensador perfecto, del pensador herético, del pensador enigmático, está en sagrado suelo cristiano, aunque no es de extrañar, ya que el Spinoza que está allí enterrado es el judío no-judío que fue anatemizado, expulsado y humillado por su propio pueblo y su propia religión. Y eso, porque generó la duda, o mejor dicho la construyó en un edificio perfecto llamado ‘Ética demostrada según el orden geométrico’. En la tumba, esa única palabra en latín estremece por su soledad y su tamaño: “Caute”. Cuídate. Era la palabra que Spinoza usaba al final de sus cartas, debajo del dibujo de una rosa, para prevenir de la confidencialidad. Los perseguidos han de apelar siempre al secreto.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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